(Lynette
Mabel Pérez y
Antonino Geovanni)
"Todo ángel es terrible".
Rainer María Rilke
― Estoy
colérica. La furia invade cada una de mis neuronas. Soy ira en
estado puro. Maldito sueño. Una sarta de sandeces. Será
pan comido. Ufffffff,
casi puedo oírte decirlo. Lo
mucho que disfrutaré pateando a esa idiota. No
sabes cómo me gusta que me subestimen. Eso siempre juega a mi favor.
La
haré picadillo. Así es como me gustan las perras.
¿Acaso crees que estoy salivando por ti? Pues piénsalo otra vez.
Aunque te imagines lo contrario, no soy tu maldita perra. El disgusto
es mutuo. Maldito invasor de sueños. Sé bien porque estás aquí,
como el demonio invasor que eres, decidiste entrar en mis sueños.
Nada más fácil que matar ángeles. No puedes estar más equivocado.
He oído hablar mucho de ti. Sé como empiezas el ataque. Me conozco
todos tus trucos. Por esta vez no te saldrá todo según lo planeado.
Yo tengo el elemento sorpresa a mi favor. Te he estudiado. Crees que
sabes todo sobre los ángeles. Los demonios son tan soberbios. Eso
los pierde. Los ángeles fingimos humildad. Nos hacemos los sumisos,
pero yo también sé invadir cubiles, entrar sin permiso en los
sueños de los otros. Los demonios nunca se lo esperan. Tengo la daga
preparada. Sé que tú también. Eso no me sorprende. Los demonios
siempre van armados. Lo inesperado es que yo la lleve. Adrameleh, ya
va siendo la hora de que te des cuenta que yo también puedo ser
terrible.
― Después de
todo tú podrías ser terrible, ja, ja, no sé si reír o llorar,
pues tu angelical maldad no logra ahuyentar mi sueño. Me llamas
invasor, ¿Cómo puedo invadir lo que siempre ha sido mío? ¿De qué
te sirven los rumores y leyendas que te han contado sobre mí? Tú no
me conoces, pero yo sé bien quién eres, pues te conozco desde tus
raíces hasta tus malditas ramificaciones. Por lo tanto, deberías
saber que para mí no existe el elemento sorpresa, ven con tu daga o
con tu espada, si quieres ven con el ejército de los cielos, pero
nadie, ni siquiera la sombra del altísimo te protegerá de mi
embestida. ¿Acaso piensas que soy el tonto de Abaddona y que me
arrepiento de mis vilezas? Retrocede antes de que desgarre tus
vestidos y te despoje de la ternura celeste de tu maldito nimbo. Ve y
cobíjate bajo su sombra y quédate allí por siempre, pues de lo
contrario te llevaré a conocer las penumbras de la mortalidad.
Disfruta la gloria de ser inmortal y sigue entonando tus cantos al
cielo, pues sé muy bien que no querrás conocer las sombras del
viejo Agramón. Abandona tu batalla perdida o te arrancaré las alas
y te convertiré en hija de hombre para que seas alimento de las
pasiones de Araziel. Deja tu daga, tu espada y póstrate ante los
pies de tu señor Adrameleh, pues yo te mostraré las bondades de los
caídos y te sentarás a mi diestra como la gran señora. Los pueblos
te adorarán, los caídos te harán reverencias y yo te llenaré de
tanta gloria que no recordarás el maldito coro celeste. Abraza tu
maldad y siente el calor de los infiernos que añoran la fuerza de tu
espíritu. Te mostraré libertades que no conoces, destruiré las
cadenas que te atan al suplicio de la servidumbre divina, serás
servida en lugar de servir, serás venerada en lugar de venerar.
Convertiré tus noches en días y tu espíritu brillará más que los
siete soles. Ríndete y únete a mí o lucha y se destruida. Si
decides luchar, tu existencia se convertirá en polvo y sólo serás
la perra perdida del desierto.
― Claro
que puedo ser terrible. Crees que puedes desmocharme impunemente la
punta de las alas. Arrancar cada una de mis plumas. Tendrás que
replanteártelo. La mortalidad ya la conozco y no me asusta. ¿Tuya?
Las ganas que te invaden. Los demonios siempre quieren comer carne de
ángel. Empero yo soy incorruptible. Me imagino que nunca has estado
ante una de nosotras. Piensas que me conoces. Que puede seducirme el
hambre secreta de Araziel. Dime ahora quién cree en rumores. Apenas
has rozado la superficie. Yo soy una Abdals y ceder no entra dentro
de mi vocabulario. Crees que soy, acaso, como Uriel. Pues estás muy
equivocado. Vade retro, demonio. Escucha avanzar al coro de los
dominios y tiembla. No alcanzarás a ver el vestíbulo de Adiel. En
cambio te están deparados los dominios de Abbaton. La muerte no te
será suficiente cuando te enfrentes a Agaf. Voy siempre un paso
delante de ti. Así que teme, más que nada a mi daga. Es dura y
afilada. Contiene la violencia latente de la bondad y contra eso no
puedes hacer nada.
― Has dicho que
no alcanzaré a ver el vestíbulo de Adiel, ¿Acaso se supone que tal
hecho haga brotar lágrimas de mis ojos? ¿Quién te ha dicho que
quería alcanzar el séptimo cielo? Te diré que ni siquiera el
primer cielo me interesa, lo visto es lo visto, y lo vivido; lo
vivido. ¿No sabes que puedo estremecer los malditos cimientos de tu
cielo y cargar en mis bolsillos sus falsas calles de oro y
embriagarme en sus mares de cristal? ¿Osas amenazar mi existencia
con tu dura y afilada daga? Deberías saber que la fuerza para matar
no yace en la daga, sino en el corazón del que la empuña. Según
dices, no podré hacer nada en contra de la violencia latente de la
bondad. ¿Acaso soy yo la presa que necesita de tu clemencia o soy el
depredador dispuesto a desgarrar tu alma sin vacilación alguna? Sí,
mía, si esa fuese mi voluntad. Me hablas de Abbaton, ¿Es que no has
escuchado que sobre sus dominios derramé mis fluidos e hice de sus
tierras un lugar lleno de infertilidad? Pobre chiquillo que le teme a
su propia sombra y que su lecho humedece con el dolor que yo le he
provocado. Tu inocencia ha malinterpretado mis intenciones, pues
jamás podría desmochar la punta de tus alas, ya que lo que quiero
es arrancarlas de raíz para que seas condenada a vagar errante sobre
el suelo. Hoy camino junto a Azazel y sus doscientos ángeles caídos,
sí, aquel al que el gran Yahvé temía y por quien hizo la expiación
en el desierto. Depón tus armas y olvidaré tus faltas, entrégame
tu devoción y te mostraré la tierra prometida. Yo soy el pueblo
escogido y mi cuerpo tu promesa; quita tus vestiduras pues el lugar
que pisas, santo es. Fui yo quien empeñó el arca del pacto por una
copa de mosto. Te despojaré de tu blanca vestimenta y te haré
renunciar a tu altivez. Ven, te mostraré los restos de los apóstoles
muertos. Abandona tu cielo. Déjame profanar tu sepulcro en las
cámaras de mi reino. Escucho el coro de tus ángeles y el clímax se
apodera de mis sirvientes. Maldita ramera angelical, abre tu boca y
traga mis pecados, en cambio te diré que no me gustan los ángeles
crudos, pues los prefiero bien cocidos. Sedúceme con la violencia de
tu bondad y muéstrame tus infiernos ocultos. Así sellaremos nuestra
alianza. Amén.
― Mi
espíritu atravesó en sueños los límites que separan tu infierno
de mi cielo. Ahora estoy aquí. En lo profundo de tu cámara. Parada
justo a tu lado. Sosteniendo con fuerza sobre tu cabeza mi daga. No
debiste escoger nunca la ofensiva. No queda número alguno que
contar. La cuenta atrás ha terminado. Ahora el cambio de táctica es
obligado. La lucha cuerpo a cuerpo, inminente. Mi densidad aumenta
por momentos. He dejado de ser ingrávida. Mis pasos resultan
pesados. Parece que mi cuerpo no es del todo ajeno a las leyes
humanas. Resulta difícil moverse en este mundo, aun así, con las
alas plegadas para poder confundirme con el entorno. Estando tan
cerca de ti puedo sentir el olor de tu alma penetrando por cada uno
de mis poros. Una gota de sudor se desliza por mi rostro presa de las
leyes naturales. Una lágrima se estremece entre mis ojos
angelicales. Admiro tu divinidad. Todo demonio fue alguna vez un
ángel. Apunto al centro de tu vida. Toda mi fuerza prisionera en la
empuñadura de mi daga.
― Allí estaba
yo. Totalmente despreocupado. Mi mente divagando sobre marejadas de
sentimientos confusos. Entonces tú, como sigiloso depredador que se
acerca a su presa; caminabas hacia mí dejando huellas silentes que
se perdían en los tumultos de mis pensamientos. Empuñabas tu daga
con tu mano derecha. Era tanto el silencio que casi se podía
escuchar el latir de tu inmortalidad. Gotas de sudor cubrían la
hermosura del rostro que se ocultaba tras tus negros cabellos. Tu
blanca piel emitía destellos que iluminaban mis tinieblas. Estabas
tan cerca, que podía sentir el aroma de tu alma. Una gota de tu
espíritu surcaba tu frente y víctima de la gravedad caía
lentamente hacia su inevitable destino. Al hacer contacto con el
suelo se estremecieron los cimientos de mis infiernos. Giré mi
cuerpo rápidamente. Pude ver mi reflejo en tu mirada. Dos destellos
irreconciliables cubrían tus ojos, agua y fuego, cielo e infierno.
Tu daga apuntaba a mi vida. Te abalanzaste sobre mí. No me quedó
otra opción que empuñar mi espada de bronce, la cual no conoce ni
respeta las leyes de la inmortalidad. Era tal la fuerza de tu
embestida que utilicé el filo de mi espada para detenerte. Empero tu
brutal acometida te lanzó sobre ella hiriéndote mortalmente. Tu
mirada se perdía en senderos baldíos y tu fuerza empezó a
desaparecer. Tu daga cayó al suelo. La sangre de tu herida se mezcló
con tu sudor. Tus rodillas se doblaron ante mí. Al verte desfallecer
sentí que mi fortaleza me abandonaba. Mis rodillas también cayeron.
Sostuve tu cuerpo entre mis brazos. Quité el cabello humedecido que
cubría tu rostro. Nuevamente me vi en la confusión de tus ojos.
Entonces sentí que perdía lo único que le daba sentido a mi vida.
Ofrecí mi vida por la tuya. Mas tu Dios no pareció escucharme. Cuán
impotente me sentí. Yo, Adramelech, el gran presidente de legiones,
no tenía el poder para salvar su propio corazón, el cual estaba
oculto en el pecho de aquel hermoso ángel. Mi maldad y mi vileza
desaparecieron. Sentí que de mis ojos brotaban mares. Me miraste
fijamente. Tu boca dibujó una tenue sonrisa. Tus ojos se cerraron
para siempre. Fue entonces cuando desperté entre el calor de mis
infiernos empapado en sudor y en completa soledad.
― Ya te lo
dije. Yo también sé invadir cubiles. Entrar sin permiso en los
sueños de los otros. No hubiera querido tener que hacerlo, pero no
existe otra forma de vulnerar corazones. No hay otra manera de
acercar el cielo al infierno. Esta es la única forma que conozco de
hacerte recordar. La inmortalidad debe ser muy triste para los que
escogieron caer. Los piadosos tenemos nuestro cielo y no conocemos la
densidad de los infiernos. Rara vez bajamos lo suficiente para verlo.
Los ángeles casi siempre jugamos limpio, de vez en cuando hacemos
uso de nuestros consabidos trucos, pero ustedes los demonios ya los
conocen. No se supone que los tomen desprevenidos. Menos un demonio
tan poderoso como tú. Esta es mi estrategia. Debo hacerte débil.
Todos saben que este es mi modo de matar demonios, cómo podía yo
saber que ya lo había hecho, cientos de años matando demonios, para
encontrar ahora en uno de ellos un atisbo de bondad. Mala cosa esa.
Siento que estoy jugando sucio. Parece que también los ángeles
podemos sentir el fuego del infierno a flor de piel. Tal vez esto sea
más que un sueño. Una premonición de futuro. Reconozco que por
primera vez estoy en desventaja. Peor aún. Lucho a riesgo de perder
mis alas y la vida con ellas. En todos los siglos que llevo como
guerrera nunca había emprendido una batalla perdida. Los cielos me
ayuden, porque no existe la retirada y la rendición no es una
opción. Se trata del viejo código de matar o morir. Toda
transformación es una inversión. Lo que es arriba, es abajo.
― He exigido tu
entrega. Te he exigido deponer las armas. Postrarte ante mí. He
querido corromper tu lealtad para que abandones tus cielos y
cobijarte entre las sombras de mi reino. He querido destruirte.
Despedazar tus alas. No por ti, sino por todo lo que representas,
pero he comprendido que mi lucha no es contra ti, ni contra ello,
sino contra mi propia divinidad. Ya se cumplen mil años. Puedo
escuchar el crujir de las cadenas. El HERMOSO
ha despertado. He sentido las garras de Agramón sobre mi pecho. No
por temor a perder mi vida, sino por todo lo que me has hecho sentir,
un sentimiento confuso y desconocido para mí. He sido un leal
servidor de estas tinieblas durante siglos. He hecho mi reino de lo
que era nada, pero estoy cansado de luchar. Mis heridas están
abiertas y tu azufre ha penetrado mis poros hasta llevar mi alma al
punto de ebullición. ¿De qué me vale luchar y ganar el universo si
no puedo tenerte? ¿Qué he de ganar con ello? He visto luz donde
antes hubo oscuridad. Aunque tu daga no ha herido mi cuerpo, tu voz
ha penetrado en mi espíritu. Has estremecido mis cimientos con la
belleza de tu piel. Tu hermosa silueta ha cautivado mis sentidos. Las
columnas ya no pueden sostener mis dominios. Procuro escapar antes de
que mi vida se convierta en ruinas. Toma mis armas. Depongo mi lucha.
Me he vestido de blanco en señal de rendición. Toma mi vida,
despedaza mis adentros, pero no me prives de tu aroma, ni de la
frescura de tu aliento. Seré condenado a vagar en el limbo. No seré
aceptado en los cielos. Tampoco en los infiernos. Empero habrá
valido la pena el sacrificio. Tu voluntad ha vencido. Mi vida será
tu presea, pero yo me quedaré con aquello que me has dado, de lo
cual nadie podrá despojarme. Total rendición ante lo que no se
puede vencer. Total sumisión a un poder superior al mío. Ya no
quiero seguir engañándome. ¿De qué me vale reinar en las
tinieblas si soy cautivo de la luz de tu existencia? El demonio más
temido ha caído. El gran Adramelech ha sido derrotado en su propio
juego. Ironía existencial. El invasor ha sido invadido. He sido
vencido. No por hierro o por fuerza sino por un poder del cual jamás
podré escapar porque lo llevo enterrado en mi pecho.
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