viernes, 17 de octubre de 2025
GOLOSA
Las palabras, como las memorias, se comen con los dedos. A escondidas, lentas,
se saborean con la boca abierta, con los ojos cerrados, con la lengua expuesta
como una promesa. Se chupan, como el tarro de mermelada que bajaba del estante
cuando nadie miraba. Ese frasco era mi pequeño secreto, mi rito de iniciación.
Lo abría con el mismo cuidado con el que se desabrocha un botón prohibido. Me
llamaban golosa cuando me encontraban manchada, con los labios rojos, la
barbilla pegajosa, las manos dulces, pero no era solo gula lo que me empujaba a
esconderme en la cocina en medio de la tarde. Era hambre, sí, pero de otra
clase. Era una curiosidad que se deslizaba por la piel, era deseo en forma de
fruta triturada, era la necesidad de llenar la boca con algo. Hundía el dedo con
lentitud, hasta tocar el fondo. La textura me envolvía, tibia y espesa. Me
gustaba sacarlo despacio y verlo brillar bajo la luz que entraba por la ventana.
Luego, lo llevaba a mi lengua, como si fuera la primera vez. Lamía, una y otra
vez, la boca abierta y húmeda. El sabor se pegaba al paladar y me hacía cerrar
los ojos. A veces no era suficiente. A veces me llevaba el frasco entero a la
habitación, lo escondía debajo de la cama como se esconden las cartas de amor o
los secretos peligrosos. Me gustaba tenerlo cerca. Solo su presencia me daba una
especie de consuelo, como si con él pudiera domesticar el vacío que a veces
crecía en el centro del pecho. Jugaba a imaginar que alguien me veía. Que
alguien abría la puerta justo en el momento en que me llevaba el dedo a la boca.
Sentía una vergüenza deliciosa, como un cosquilleo que bajaba por la columna. No
sabía qué nombre ponerle a eso, pero me gustaba. Me hacía sentir viva. Era un
lenguaje propio. Uno que se escribía con el cuerpo. Con el tiempo, dejé de
necesitar la mermelada. Había otras formas de saciarse, otras texturas, otros
sabores que también se pegaban al paladar. Pero cada tanto, cuando la tarde se
vuelve espesa y el silencio se acomoda detrás de las cortinas, regreso a esa
cocina. Cierro los ojos. Recuerdo. Y en la memoria, el frasco sigue ahí,
esperando. Porque no se deja de ser golosa. Solo se aprende a esconder mejor el
hambre.
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